La raíz del problema es el “sistema” de “salud” boliviano
La raíz del problema es el “sistema” de “salud” boliviano el cual se opuso a trabajar 8hrs, a la salud gratuita universal, y a la responsabilidad legal por mal praxis. Todos vivimos aguantando esa frívola realidad.
A decir verdad, se “opuso” es un verbo que le queda corto al fuero médico boliviano; en realidad, hicieron paros y marchas de protesta cargando jeringas con VIH (y otras con orina) por si la fuerza pública se atrevía a detenerlos cuando se intentó reglamentar las 8hrs, es decir, más tiempo de atención a los pacientes (en vez de los medios turnos de 3 horas en días intercalados ya que un mismo especialista monopoliza entre 3 a 4 centros de atención médica). Recuérdese que todo esto está registrado en los noticieros de ese entonces.
El gran secreto a voces es que previo al ingreso de emergencias de alguien que requiere atención, los médicos de turno hacen una evaluación de si le atenderán o no, en otras palabras, de si le dejarán o no entrar al centro médico. Todo esto sucedía décadas antes de que si quiera exista el COVID-19. En la nueva realidad, esta práctica no es ninguna novedad pues los criterios de admisión son simples: si el caso no es muy grave y si el paciente o sus familiares tienen la apariencia de poder pagar los gastos médicos.
El criterio de la gravedad del paciente obviamente es enseñado entrelineas en las facultades de medicina del país como una forma de esquivar la responsabilidad por la mal praxis en una legislación boliviana que de por sí ya es bastante laxa al respecto. En lenguaje coloquial los médicos dicen: “ni modo que dejes entrar a alguien que está a punto de morir, después el problema es para el médico que está de turno”.
Tremenda afirmación y modo de actuar pulveriza el propio concepto de “emergencias ante el inminente riesgo de muerte”. En otras palabras: ¿Acaso no se acude a un centro médico con el imaginario de que salvaran la vida?
La mediocridad y la falta de capacitación y de profesionalismo no fueron exclusivas de la administración estatal masita o añista; esencialmente, proviene del fuero médico boliviano el cual está pendiente de las cuestiones administrativas y financieras que de la salud en sí. ¿Qué otra cosa se podría esperar si el colegio médico, en los últimos años, se dedicó tiempo completo a la política electoral del país en vez de a la modernización de la salud?
Para comprender el modelo de negocios de la salud en Bolivia no se requiere gran detalle (es otro secreto a voces): un médico con especialidad trabaja varios medios turnos de 3 horas en diferentes centros médicos (públicos y privados); ahí captura clientes a quienes deriva a su consultorio privado, así el médico recibe tres fuentes de remuneración como mínimo.
Con respecto a la abogacía (por dar un ejemplo) no se puede trabajar en una institución pública y en una privada al mismo tiempo, está prohibido por ley debido al conflicto de intereses y por un principio mínimo de “neutralidad”. Pero claramente, en el ámbito médico, ese conflicto de intereses no es ningún problema y está permitido por decreto.
Bien se sabe que la población civil no es la única perjudicada por un modelo de negocios que calcula la longevidad del paciente de acuerdo a la cantidad de dinero que puede gastar en salud, sino también para los propios médicos recién egresados que no pueden hallar espacios para trabajar ya que todo está monopolizado por la generación de los viejos médicos.
Esta irracionalidad no solo se limitó al fuero médico, otros sectores, infamemente, también se opusieron al sistema universal de salud, probablemente la única bondad real del gobierno masista. Téngase en cuenta que los países de primer mundo (Inglaterra, Alemania, Francia, Canadá, etc.) cuentan con sistemas universales de salud gratuita, o también llamados sistemas socialistas de salud; en resumen, atienden emergencias sin siquiera pedir la identificación personal y los costos de atención y tratamiento los cubre el Estado con impuestos de todos.
Pero nuevamente la mezquindad del sector salud en Bolivia impide la adopción de medidas modernas y las consecuencias son justamente las que vemos con el COVID19: el peregrinaje y la súplica por una atención médica que además será costosa. De ahí la lógica generalizada de la población: curarse como perro de hortelano, en casa y en silencio.
No defiendo al presidente Arce pero lo cierto es que, sin importar lo que hubiera dicho, las críticas serían inevitables porque es mucho más fácil echarle la culpa a la punta del iceberg que a la estructura misma del problema. Quizá su error fue implicar la lamentable realidad de Bolivia: en cuanto a salud se refiere, todos estamos por nuestra cuenta (y siempre estuvimos así y, por lo pronto, seguiremos estando así).
Irónicamente, con todos los desaciertos y excesos que derivaron en la mayor crisis política del país, el gobierno masista fue el único que se atrevió a intentar modificar la precaria estructura de salud, a esta altura sería imposible otro intento de reforma, la única opción realista que puede gestionar el gobierno es traer las vacunas.
El ayuno, las oraciones y la militarización de las calles pueden dar la apariencia de solución pero no combaten realmente un virus, la otra posibilidad a nuestro alcance es una protesta masiva generalizada por la reforma de la salud en Bolivia pero implicaría enfrentarnos al modelo de negocios médico ya consolidado y es poco probable que alguien se atreva a hacerlo, no solo por la arremetida del colegio médico (paros y bloqueos citadinos con jeringas con VIH y orina), sino por el hecho de que los médicos también están entre nosotros (son amistades, parientes, colegas, etc.).
Para mayor información sobre una comparativa objetiva entre el sistema de salud privado y el sistema de salud gratuita, recomiendo el documental del cineasta norteamericano Michael Moore titulado Sicko (2007).
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Escrito por Javier García Bellota*, enviado a la Escuela Crítica de Filosofía Política en Bolivia y publicado el 19 de enero de 2021.
*Estudios en Derecho, Filosofía y Ciencia Política.
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