Racismo en Bolivia: un problema tácticamente negado

 


El negacionismo sobre el problema racial en Bolivia es una estrategia política relativamente bien instalada en el ámbito urbano y periurbano a través de los grandes medios de comunicación (encabezados por Radio Panamericana) que, valiéndose de un grupo de ideólogos que se hacen pasar por “analistas”, difunden una serie de consignas negacionistas como: “en Bolivia no había racismo; los masistas fueron los que trajeron el racismo al país”, “ahora el racismo es a la inversa”, “el racismo es cosa del pasado”, “ellos son los odiadores”, etc.

Radio Panamericana maneja un doble discurso. Por ejemplo, en Micrófono abierto redundan con las consignas negacionistas; pero inmediatamente después, en Confidencias, profesan el más abierto racismo hacia el mundo popular, rural, indígena y campesino. Lo propio sucede en Página 7, aunque en una dinámica de alternancia entre el tipo de enfoque que le dan a sus noticias, la línea editorial del día, y sus columnas de opinión.

El discurso negacionista consiste en afirmar que la actual realidad boliviana es tan compleja que reducir sus problemas políticos y sociales a algo tan básico como una pugna racial, sería una grotesca simplificación. Dichos problemas tendrían que ser explicados por sus antecedentes socioeconómicos más inmediatos, y carecería de todo sentido el retroceder 100, 200 o 500 años en la historia que nos antecede para poder comprender los problemas actuales.

Según este argumento, el racismo y la discriminación hacia las poblaciones indígenas, sería una lamentable experiencia del pasado colonial que paulatinamente fue desapareciendo a medida que maduraba el modelo republicano y se modernizaba el Estado. Actualmente todos seríamos mestizos que habitan un mismo país, razón por la cual todos somos en esencia bolivianos y por tanto deberíamos pensarnos como bolivianos, y si todavía existe alguno que otro resabio racista estaría dentro de lo normal como sucede en cualquier otra parte del mundo, ya que de todas formas terminará desapareciendo.

En sí, el negacionismo sobre el actual problema del racismo en Bolivia es una estrategia política que busca dispersar el debate hacia cualquier otro lugar menos al que realmente corresponde y menguando lo que realmente significa. El repertorio retórico de dicha estrategia incluye consignas complementarias como: “el indio ya no existe porque ha dejado de ser indio”, “nunca hubo una indianización del Estado porque todos somos bolivianos”, “la discriminación sistemática de las clases populares es un invento de los masistas”, “personajes como Evo, Choquehuanca o Felipe Quispe no son indios, son mestizos al igual que cualquiera de nosotros”, “el racismo nos divide y ellos son los racistas que están dividiendo al país”, etc.

En definitiva, este grupo de ideólogos (y de pocos autores locales que “sistematizan” esas ideas negacionistas) se han debido sentir bastante incómodos con el reciente caso de George Floyd en Estados Unidos: un afroamericano que por motivos de odio racial fue asfixiado hasta la muerte en manos de la policía. Este asesinato desató incontrolables protestas ciudadanas contra el racismo en más de cien ciudades y duraron por varias semanas de alta tensión con las fuerzas policiales y militares (se registraron 30 civiles muertos).

El movimiento que lideró las protestas se denomina: Las vidas de los negros importan (“Black lives matter”), que, denunciando la plena vigencia del racismo en Estados Unidos, llegó a tomar la Casa Blanca; derribó varias estatuas de figuras históricas de la época colonial y de la esclavitud (incluidas estatuas de Cristóbal Colón), y exigió la abolición de la institución policial. Estas protestas repercutieron a nivel mundial y fueron emuladas en varios países europeos. Todo esto cambió para siempre los debates sobre racismo.

El quid del asunto es que Estados Unidos, pese a ser un país que efectivamente ha adoptado severos mecanismos legales para sancionar y combatir al racismo (fruto de una contundente lucha por los derechos civiles de la población afroamericana en la década de los sesenta), todavía en el 2020 sigue teniendo ese problema social y político insuperado.

El caso de Floyd destapó más de mil otros casos similares en la última década. Por si fuera poco, otro caso icónico (el de Rodney King) sucedió veinte años atrás. Este último reavivaba otros casos de hace cuarenta años, y estos reiteraban los casos de la década de los veinte, y estos rememoraban lo que normalmente sucedía a comienzos del siglo, y esta normalidad se remontaba hasta la época la esclavitud, etc. En pocas palabras, Estados Unidos y la comunidad internacional acaba de percatarse de que el odio racial, proveniente de la época de la esclavitud, permanece fuertemente actualizado en pleno 2020.

Es de conocimiento general que en psicología, cuando existe un conflicto personal que impide cerrar una etapa y avanzar hacia una resolución que permita continuar con las actividades personales, profesionales, sociales, etc., se debe, por lo general, a un trauma de la niñez o de la adolescencia. Este trauma es un proceso de acumulación de otros eventos que lo refuerzan, y hasta que la persona no decida explorar el origen del trauma no podrá reanudar sus actividades.

Aceptar la terapia psicológica también se convierte en otro proceso traumático, porque a nadie le agrada revivir los eventos traumáticos (cualquiera huiría de ellos o trataría de negarlos); incluso hay quienes nunca se atreverían a hacer terapia y preferirían perecer con el estallido de su conflicto. Pero, para superar el trauma, necesariamente uno debe atreverse a explorarlo y confrontarlo.

Cuando los autores negacionistas del racismo vigente en Bolivia afirman que no tiene sentido retroceder cien, doscientos o quinientos años en nuestra historia para explicar los problemas actuales, se les puede refutar con todo lo que implica el caso de George Floyd. Pero además, percatándose de que el trauma colonial originador del racismo corresponde exactamente, en sentido histórico-cronológico, a nuestra infancia, la fundación de la república es equiparable a nuestra adolescencia: el Estado moderno fue nuestra juventud y el Estado actual es nuestra vida adulta; y en plena vida adulta, todavía seguimos arrastrando y reavivando el mismo trauma irresuelto de la infancia.

Si el país punta de la modernidad, pese a todas las medidas pragmáticas que adoptó en el ámbito legal, laboral y cultural, hasta ahora no puede superar su trauma de la esclavitud – es decir, de su infancia –, ¿qué nos hace pensar que nosotros (que tan poco hicimos al respecto) podremos superar el nuestro? Apenas tenemos una tibia ley contra el racismo y la discriminación (de hace tan solo diez años) que actualmente es de aplicación absolutamente nula. Véanse algunos de los calificativos que usan las clases urbanas y periurbanas en las redes sociales: “cuadrúpedos”, “primitivos”, ”analfabetos”, “simios”, “animales”, etc.; peor aún, en el discurso de los políticos y de los presentadores de televisión y de radio: “hordas”, “salvajes”, “tribus”, “brutos”, “no pensantes”, “irracionales”, y ni qué decir de la última patente del Comité cívico de Santa Cruz: “bestias humanas”

Estamos en medio de la más grande crisis política del país, irresuelta desde noviembre de 2019, que es una actualización de la polarización de 2016, y esta remite a su vez a la de 2009-2008, y esta a la de 2003, etc. En cierta medida, parte de terapia psicológica ya está realizada: hay una serie de estudios e investigaciones académicas sobre el racismo a lo largo de los quinientos años que nos anteceden; probablemente falte difundirlos, pero reconocer el trauma, aceptarlo y conciliarlo, a nivel social y político, es nuestra prioridad fundamental para así atender las necesidades que aquejan al país (recuperación de la democracia, reencaminar las políticas económica, educacional, cultural, judicial, etc.).

Me adelanto a posibles críticas: nadie en su sano juicio podría sostener que acudir a terapia psicológica sea algo idealista, pues la necesitamos urgentemente a nivel social. Negarlo es una etapa. No obstante ahora existe la oportunidad de atrevernos a conciliar nuestro trauma y tratarlo por lo que realmente es.

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Escrito por Javier García Bellota*, enviado a la Escuela Crítica de Filosofía Política en Bolivia, y publicado el 17 de agosto de 2020.

*Estudios en Derecho, Filosofía y Ciencia Política.

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